Hernando Uribe Castro
Magíster en Sociología
Miembro del Centro Interdisciplinario
de la Región Pacífico Colombiana, CIER
Universidad Autónoma de Occidente
La
mañana del miércoles 20 de marzo marcharon por la vía al mar hacia la Alcaldía,
250 habitantes de la Comuna 1 en Cali. Lo hacían con pancartas y mensajes que
expresaban la inconformidad por la falta de atención e incumplimiento de los
compromisos adquiridos por el Alcalde, con la comunidad y por el grave problema
de movilidad y de conexión entre sus barrios con el resto de la ciudad, a raíz
del funcionamiento del Sistema Integrado de Transporte Masivo, MÍO. Pero esta protesta es sólo una de las otras
tantas que se han presentado desde que el sistema entró en operación: las
primeras manifestaciones fueron promovidas por los transportadores de servicio
público en agosto de 2012. La protesta
del 8 de febrero en las estaciones de San Pascual y San Bosco por la falta de
buses hacia el oriente y norte de Cali; las tomas de estaciones del 13 de
febrero donde 50 personas bloquearon la
estación Andrés Sanín por la ineficiencia en el servicio. Las tomas de vías del 28 de febrero del 2013
por el mal servicio del transporte y por la cancelación de rutas de la empresa
Coomoepal, en la que participaron colectivos cívicos, algunos estudiantes del colegio Santa Librada,
vecinos y comerciantes.
Estas protestas y sus diferentes repertorios contra
el MÍO, evidencia la inconformidad de una sociedad con un sistema que fue
impuesto sin tener en cuenta las características particulares de la ciudad y de
su población. Si bien, un sector de usuarios expresa aspectos positivos como el
cambio estético de algunos lugares, limpieza y comodidad, otras comunidades
expresan efectos negativos en términos de: a) incrementó en el tiempo de
movilidad y de transbordos para ir de un lugar a otro; b) incrementó en el
presupuesto familiar por pago de más pasajes; c) población que, excluidos de la
red de transporte, hacen uso del transporte pirata; d) un sistema que no garantiza seguridad, buen trato y confort; e) una cultura ciudadana
distante para el usuario. La respuesta más común de las autoridades a estas
manifestaciones se expresa en acciones represivas con el Smad, lo que hace que
la comunidad exclame: "somos usuarios, no agitadores".
La primera década del siglo XXI se caracteriza por
el negociazo que, inversionistas privados en alianza con alcaldes, hicieron con
la implementación de este mismo sistema en diferentes ciudades (Bogotá,
Medellín, Manizales y Barranquilla, otras), haciendo creer que ese era la
solución al problema de movilidad de las ciudades colombianas. ¿Acaso cada
ciudad no es particular en términos de su configuración urbana y de sus
necesidades de movilidad, para que, de un momento a otro, todas tengan la misma
solución de transporte?
Sin entrar a señalar los aspectos técnicos que
especialistas en el tema han expresado, es evidente que además de los problemas
de planeación del sistema, primó más el interés de los inversionistas por
producir ganancias, que por brindar solución a los problemas de movilidad de la
ciudad. El argumento más poderoso que
demuestra esto es la falta de participación comunitaria en el proceso de
diseño, implementación y, en general, en su puesta en marcha. No hubo un
proceso de apropiación cultural dado que el sistema masivo necesariamente implica
un cambio de la vida urbana cotidiana. Y a todo ello se suman, las
implicaciones económicas y de tiempo para el usuario e incluso, para el
subsistema productivo de una ciudad cuyos trabajadores se movilizan en bus.
Evidencia este fenómeno, la neoliberalización de la
ciudad como forma de reproducción de una sociedad dominada por las leyes y
demandas del mercado y unos grupos que, aliados con gobernantes locales, ven en
la ciudad el mejor lugar para incrementar sus capitales.