Naturaleza,
conflicto y posconflicto
Por
Hernando
Uribe Castro
Desde una
perspectiva sistémica, el conflicto armado en Colombia es también un conflicto
socioambiental. De esto no hay duda, puesto que las acciones armadas no se dan
en el aire sino en territorios concretos, con huellas y efectos en los seres
vivos y en la naturaleza. Por ejemplo, las actividades de erradicación de los cultivos
ilícitos mediante la aspersión de químicos sobre los suelos, contaminan el
agua, la tierra, las plantas, los animales y las personas. De igual modo
afectan los bombardeos, las tomas de pueblos y las confrontaciones entre
actores armados.
El que los
tecnócratas no determinen los costos de los daños ambientales a través de las
fumigaciones o por medio de bombardeos a zonas estratégicas, no significa que la
vida y el ambiente, ahí existentes, no se afecten. Llama la atención que hasta
el presente momento no se ha hecho una evaluación del costo por desastre
ambiental ocasionado por la guerra, y de modo, especial por programas como Plan
Colombia puesto en marcha desde el año 2000, cuyo eje central era la
erradicación de los cultivos ilícitos.
Por ejemplo, el Centro
de Estudios sobre Seguridad y Drogas ha señalado que 128 mil hectáreas anuales
se han fumigado en todo el territorio nacional, destacándose el año 2006, con 170
mil hectáreas). Detrás de las aspersiones se encuentran firmas como DynCorp de
Estados Unidos. Las fumigaciones han provocado protestas de muchas comunidades,
como las de Tarasá en Antioquia, que ven la afectación tanto en la salud humana
como en el suelo, deforestado y con altos niveles de contaminación de las
fuentes de agua y de los cultivos.
La experiencia
colombiana ha demostrado que la guerra se valora primero en términos
económicos, y luego sociales. Pero hasta ahora no existe una valoración
ambiental del daño causado. Fuentes de agua destruidas, extracción minera que
arrasa con cuencas hidrográficas, confrontaciones entre bandos que desplazan
las comunidades de sus habitas ancestrales y que son guardianas de los
ecosistemas. Desplazar una comunidad indígena o campesina de su lugar, es
desplazar también ese saber ambiental y ese conocimiento que existe en ellos. Y
lo tenaz es que quedando deshabitadas las tierras, son fácil presa de intereses
privados, a veces promotores de la guerra, para monopolizar y tener control
sobre amplios territorios, como aconteció en Urabá. Una guerra que al desplazar poblaciones promovió el ingreso de
multinacionales para desarrollar actividades extractivas de minerales.
Considero que en un
contexto como el colombiano de conflicto armado, y sobre todo en un posible
camino hacia el posconflicto, se hace necesario comprender el ambiente de modo
distinto.
Frente a una guerra que
fortalece el modelo económico extractivo se debe reivindicar el valor del
ambiente como un sistema que integra la naturaleza y la sociedad. Implica un
camino hacia la plena conciencia de que los problemas del conflicto armado
siendo económicos y sociales, lo son también ambientales.
¿Es posconflicto cuando
el territorio tiene presencia de inversores privados que sacan todo el provecho
posible a la naturaleza como materia prima arruinando los ecosistemas? ¿Impulsando
las actividades extractivistas y, en algunos casos, motivando y atizando el
fuego de la guerra para promover el fenómeno del desplazamiento de comunidades
para liberar la tierra de sus dueños legítimos?
Que el posconflicto
no se constituya en un discurso ideológico de este gobierno, promovido desde
las corporaciones globales, y al que falsamente le juegan los actores armados,
para legitimar el modelo de desarrollo existente que extermina la grandeza de
este territorio, tanto en su biodiversidad natural como en su diversidad
cultural.