Este es un espacio que propone reflexiones y debates sobre la inter-retro-conexión sociedad en la Naturaleza y la Naturaleza en la sociedad.

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martes, 29 de noviembre de 2016

DE VISITA EN LA HABANA

De visita en La Habana

Por 
Hernando Uribe Castro
Candidato a Doctor en Ciencias Ambientales


Foto: Selfie Luis Hidalgo y Hernando Uribe Castro, Avenida Salvador Allende. La Habana, Cuba, 2016.

Siendo las tres de la tarde de aquel sábado 19 de noviembre, luego de hacer escala en el aeropuerto de Panamá, el vuelo 0246 de Copa Airlines arribó a tierra cubana. Llegaba junto con Luis a la mayor de las Antillas en el mar Caribe. Era nuestro primer viaje juntos por fuera de Colombia. Un viaje que, personalmente, había anhelado inmensamente desde hacía mucho tiempo atrás. Debía participar en un simposio internacional sobre medio ambiente como parte de las actividades de mi pasantía doctoral. En este evento pude enterarme que Cuba es el único país en el mundo que cumple con las condiciones para consolidar el modelo de la sustentabilidad en todas sus dimensiones según las Naciones Unidas.

La emoción se hizo intensa cuando el piloto nos informó que estábamos a pocos minutos de aterrizar. Al llegar al Aeropuerto Internacional de la Habana -José Martí-, y desde el mismo momento de bajar del avión e iniciar nuestro recorrido por los pasillos de la terminal aérea, las cosas empezaron a tornar distintas, a verse diferentes. Pasamos por los entes de control, el chequeo excesivo a nuestras pertenencias y nuestros cuerpos expuestos a la cámara de rayos X; los maletines en el piso fueron olfateados por un perro y unas hermosas agentes de policía nos hicieron mil preguntas sobre el motivo de nuestro ingreso a la isla. Esta es la carga que afrontamos muchos colombianos cuando viajamos por el mundo.

La primera gran impresión fue la de encontrar un aeropuerto sin publicidad, ni carteles comerciales, ni ofertas de productos. Las paredes pintadas de color rojo y una infinita fila de turistas dispuestos a pasar por el puesto de migración. No encontramos afiches publicitarios luminosos con mujeres semidesnudas, objetos atrayentes o comerciales ofreciendo celulares, autos, comidas, lujos, ni nada de eso que son características de estos espacios de flujo y que marean los instintos con su carga de colores, mensajes y que hacen muy igual a todos los distintos aeropuertos del mundo. No era el aeropuerto José Martí un centro comercial o un Shopping Center como sí lo son otros aeropuertos por donde hemos tenido la oportunidad de transitar.

Luego de pasar ilesos por todos los chequeos, requisas, controles y preguntas, pudimos salir de esta terminar aérea para cambiar los dólares por pesos cubanos, billetes muy interesantes por cierto. Afuera de este lugar nuestros ojos se toparon de frente con una ciudad espléndida que estaba ahí, lista para ser descubierta y para volver todos nuestros prejuicios trizas. Los colores de esa tarde habanera fueron diferentes a los mil atardeceres que habíamos experimentado a lo largo de nuestras vidas. Fue un momento mágico, lleno de ansiedad y deslumbramiento.

Un cubano cincuentón, educado y elegantemente vestido nos recibió en las afueras del aeropuerto, nos condujo al taxi y nos paseó por una importante, amplia, descongestionada y rápida avenida que comunicaba el aeropuerto José Martí con el barrio en donde se localizaba el hostal. Al empezar a transitar por esta vía, de inmediato un asombro increíble se tomó nuestras mentes; la sensación de volver en el tiempo fue algo muy especial. Era tal la maravilla que nos era imposible decirnos algo en ese trayecto a pesar de nuestro intenso cruce de miradas. Como si deseáramos decir algo con respecto a lo que nuestros ojos veían.

Una sensación extraña como el de estar en una época distinta, como si hubiéramos abordado una máquina que viaja a través del tiempo. Esta delicada sensación fue algo persistentes desde el principio hasta el final del recorrido. Nos atrajo mucho el ver aquellos autos considerados como "clásicos" en nuestro país, rodando tranquilamente por la excelente autopista como cualquier coche moderno. Algunos de estos autos los había visto en la caravana de autos antiguos que se hace en la Feria de Cali. Engalardonados, con finos acabados, multicolores, lujosos y en excelente estado. Era tal la impresión que no lográbamos explicar nuestras percepciones. Nos mirábamos para tratar de comunicar nuestras ideas pero era imposible decir algo, porque con cada metro recorrido en esa autopista, algo nuevo inspiraba nuevas sensaciones o algo distinto llegaba a nuestras vistas para deslumbrarnos.

Edificios muy antiguos, barrios, zonas verdes, personas caminando en los parques y sentadas en las bancas, conversando como si el tiempo no tuviera tiempo. Como si la calma se hubiera instalado entre sus entornos. Sonrientes, tranquilos, pacíficos. Vimos parques tupidos de especies de árboles distintos, todo con un encanto entre colores de tonalidades de verdes y café que contrastaban siempre con el azul profundo del cielo. Mirar hacia el cielo era hermoso, mirar hacia las calles lo era también.

Todo el recorrido fue así hasta llegar al hostal, lugar donde nos recibió don Jorge, un cubano muy amable quien nos dirigió luego por dos cuadras más abajo de su casa hacia otra pequeña casa donde nos esperaba en el andén una hermosa viejecita, llena de vida, de risa y de alegría, que al vernos nos recibió con dos besos, uno en cada mejilla, como si hubiésemos sido amigos de toda la vida, desde su infancia. Amabilidad, cordialidad, buen trato y respeto fue lo que nos hizo sentir muy tranquilos y como en casa esos besos de bienvenida. Esa noche el cansancio no se pudo apoderar de nuestros trajinados cuerpos, no pudimos dormir, pues juntos y en una misma cama conversábamos sobre todo ese espectacular escenario de objetos, personas y naturaleza que había visto desde nuestra llegada a ese lugar. Todo en mil contrastes de colores, olores, formas y tamaños.

En los días siguientes no hicimos más que caminar y caminar. El olor del tabaco en cada rincón de la ciudad era abrumador. Salíamos a conocer la ciudad que había logrado deslumbrar nuestros apabullados sentidos y entre más caminábamos entre gentes, calles, plazas, avenidas y vías, más nos movía las emociones: una fachada aquí, una puerta allá, un balcón, un monumento. El aire, las zonas verdes, el sol ardiente siempre colgado en el cielo azul siempre despejado y con escasa nubosidad, las gentes, los perros, los gatos, las aves, los árboles, el viento frío del norte, todo en conjunto llenó cada rincón de nuestras mentes. Ideas iban y venían, hablábamos, nos tomábamos fotos aquí y allá. Cada lugar era perfecto para dejarlo plasmado en una imagen de fotografía. Para donde dirigíamos la mirada, veíamos un paisaje de postal. Probamos su cerveza, su café, los refrescos.

En algunos momentos teníamos que parar, sentarnos a descansar, púes habíamos caminado kilómetros y kilómetros sin sentir el cansancio. En una de sus mañana caminamos desde el Palacio de las Convenciones hasta la Plaza de la Revolución. El tiempo no contaba, tampoco la distancia. Solo el sol del medio día con sus rayos fulminantes sobre nuestros rostros y cuerpos, nos recordaba que el tiempo y el espacio existían. Tratábamos de darle un orden a nuestras ideas, de comprender cómo vivían las personas. Tomados de las manos sin sentir ningún atropello, ver un mal gesto o recibir alguna burla, fluimos por calles, avenidas y plazas. Compartíamos nuestras apreciaciones, nuestros indicios, nuestras comparaciones.

Cada cruce de calle y en cada esquina la ciudad nos tenía preparado una nueva sorpresa, nos mostraba algo distinto y algo espléndido. Estábamos como encantados ante esa arquitectura exquisita. Casas de mil formas de primeros tiempos del siglo XX o incluso más antiguas sería un sin duda un festín para cualquier profesional de la arquitectura, ingeniería, restauración o diseño. Toda la ciudad nos parecía un museo vivo. Pero lo más mágico que pudimos captar y que conmovió enormemente el corazón es que al caer la noche en La Habana, su cielo se prende de estrellas que palpitan en la inmensa y profunda oscuridad del universo. En pocos lugares en los que había tenido la oportunidad de estar, había logrado ver una noche estrellada, con astros fugaces y titilantes al ritmo del palpito del corazón y con el sonido del mar de fondo. Muy emocionados, tratábamos de explicarnos y de comprender que era todo ese encantador lugar que se nos incorporaba ya no sólo en los sentidos sino también por las venas hasta llegar al corazón. Nos sentíamos felices y agradecidos de compartir juntos esos maravillosos momentos.

Al visitar La Habana Vieja, lugar por cierto muy bonito y bastante turístico, se veía la oleada de holandeses, franceses, canadienses, mexicanos, orientales (a lo mejor chinos, a lo mejor japoneses). Pasajes peatonales, algunas calles estrechas con ventas de artesanías, hermosos balcones de madera, puertas y ventanas de estilos particulares, aldabones con formas de animales, olores de comida que ondeaban suavemente por cada rincón, restaurantes entre el bullicio de mil idiomas, rostros distintos, colores de piel diversos y monumentos que trataban de narrarnos historias, como si tuvieran la capacidad de hablar con cada uno. Uno que otro grupo antillano tocando con sus instrumentos en los restaurantes la trova tradicional. Un hombre que baila al son de esta música entre los asistentes y llenaba de risas a todos los que posábamos la mirada sobre su pequeño y elástico cuerpo.

Los cubanos y las cubanas nos confundían por mexicanos y se asombraban cuando les aclarábamos que éramos colombianos. Las referencias que tenían de nuestro país eran el Proceso de Paz, el presidente Santos, Shakira, la novela del Grupo Niche, el futbolista James Rodríguez, pero también escuchamos palabras desafortunadas como Pablo Escobar, paramilitarismo, A. Uribe, narcotráfico y otros aspectos. Con quienes conversamos en las calles nos manifestaban la importancia de la paz para Colombia. Nos preguntaban por lugares como Barranquilla, Medellín, Cali, Cartagena y Bogotá. 

No vimos en la calles mendicidad, no vimos miseria, no vimos jóvenes consumiendo drogas, ni tampoco niños en los semáforos pidiendo dinero o limpiando vidrios. No vimos cubanos pegando sus rostros a celulares. Nada de eso. Vimos personas alegres, cordiales y amables. Jóvenes en las calles conversando, patinando, leyendo, jugando o caminando. Los únicos arrinconados y esclavos de celulares fueron los grupos de turistas que se hacían apretujados en algunos lugares en donde se podía captar alguna señal de Internet.

Algunos cubanos nos comentaron de los bajos salarios, de algunas dificultades de su país, pero eso sí, muy orgullosos de su excelente nivel educativo, de la prestación del servicio de salud, de la seguridad y la tranquilidad de una isla que poco a poco es tomada por el turismo. Ven en el turismo una vía importante, una esperanza, para mejorar sus ingresos. En las calles pudimos leer frases filosóficas de gran importancia, frases educativas y revolucionarias. Imágenes del Ché, De Camilo Cien Fuegos y las mil imágenes, monumentos, menciones, postales y grafitis del prócer Martí. 

Desde el bonito Malecón se veía el mar y sus olas picadas. Se podía oler y casi saborear la sal de sus aguas. Adornaba este lugar las murallas de los castillos españoles que enarbolaban la bandera cubana y un hermoso faro que hacía girar su potente luz hacia el horizonte del océano. A las 9 de la noche en punto un cañonazo se deja oír para indicar que la ciudad duerme. 

Nos encontramos con nuestra amiga cubana Angelina y su amable esposo que nos brindaron un recorrido por distintos lugares de la Habana, contando su historia. Luego, llegaron nuestros compañeros de viaje, Jonathan y Aceneth, maravillosas personas con quienes compartimos experiencias imborrables. Caminar todos por estos preciosos lugares deslumbró nuestras emociones. Nuestros rostros estaban llenos de sonrisas, de sorpresas, de fascinación. Los cuatro fuimos en este tiempo de estadía en Cuba como una familia que descubríamos no solo nuestra humanidad, sino también un lugar maravilloso que en cada esquina, en cada detalle, hacía sentir el increíble mundo del que hacemos parte.

Foto: Selfie de Jonathan Rodríguez, Aceneth Perafán, Luis Hidalgo y Hernando Uribe Castro
en Playas de Varedo, Cuba. 2016.
Vimos y conversamos con las personas, con los taxistas, con los vendedores, con todo aquel que pudiera decirnos algo. Nos topamos con santeros entre sus santos, visitamos sus casas y vimos sus lindas sonrisas. Nos mostraron imágenes de las deidades orishas, estampas de Agayu (San Cristóbal), Babalu-aye (San lázaro), Shango (Santa Bárbara), Eledda (el ángel de la guarda), entre otros. Algunos santeros con 50 años de edad y más que parecían de 30, como si hubieran encontrado la fuente de la eterna juventud. Visitamos las librerías en donde abunda la historia de la revolución.

Cada uno de los lugares y rincones de La Habana, por donde tuvimos el placer de caminar y la oportunidad de estar-vivir, guarda orgullosa todo el peso de su historia de su pasado. Lugares y gentes fascinantes. Testimonios interesantes que los cubanos comparten como narraciones aun vivas, nocturnas en espacios públicos luminosos donde confluyen los ciudadanos. Entendimos que La Habana es una realidad que no se puede leer con los lentes de los prejuicios sino con los elementos del contexto histórico y del proceso social. 

Visitamos no solo los lugares emblemáticos como la Plaza de la Revolución, el Capitolio, La Habana Vieja, El Malecón, La Universidad de la Habana y El Gran Teatro, sino que tuvimos el gusto de hacer nuestra estancia en uno de sus barrios con las gentes del común, del diario vivir. Los vecinos nos saludaban, estaban pendientes de que estuviéramos bien y siempre listos para atender cualquier inquietud, cualquier favor o prestar cualquier ayuda. Encontramos una comunidad organizada, solidaria, colaborativa. 

Nos hospedamos no en un hotel cinco estrellas del centro histórico sino en un hostal pequeño de un barrio, la casa de Cristina, la casa de Oralia, maravillosas mujeres de distintas generaciones que nos dieron la bienvenida, que nos acogieron, que nos acompañaron y que nos enseñaron tantas cosas. En este lugar pudimos ver el diario vivir del cubano, ir a la tienda, caminar en las noches por las calles y en el día por toda la ciudad. Probar los sabores de su comida local y de su dieta. Los hombres y las mujeres, en su mayoría con ojos y rostros muy bonitos, en tonos distintos de piel color canela. Montamos en guaguas (buses), taxis de distintas épocas y hasta en un auto Ford de 1928 que andaba elegante por tan arboleadas y amplias calles en perfectas condiciones.

Visitamos Matanzas y Varadero. Todo un viaje demasiado encantador. Las playas de Varadero nos parecieron del color de la avena en polvo y un mar en tonalidades de azul y verde. Una arena tan fina que se quedaba impregnada en todo el cuerpo y en el cuero cabelludo. El color de la arena de la playa contrastaba con el azul del mar y del cielo. Las playas eran públicas, para nada privadas, limpias totalmente, con turistas tomando el sol y jóvenes vigilantes que, bien vestidos, se paseaban por toda la playa. 

No hay lugar en La Habana que omita el peso de su pasado. El Gran Teatro de la Habana deslumbra de día y de noche: una joya que en la profundidad del negro de la noche refleja entre amarillo y blanco ese punto del centro histórico de la ciudad y que deja boquiabierto a cualquiera, sobre todo por la historia que tiene este lugar para el pueblo cubano. 


Foto: El Gran Teatro de la Habana. Hernando Uribe Castro, Cuba, 2016
Toda la ciudad habla, dice, comunica. Una ciudad que grita a todo pulmón su historia. Una sociedad muy interesante. Para conocerla hay que vivirla y para entenderla hay que caminarla, hablarla con sus pobladores, preguntarla a sus habitantes, fluir por sus calles, recorrer todos sus lugares. 

Como conspiración del cosmos y estando aún en La Habana nos llegó la noticia de la muerte de Fidel Castro, el líder emblemático que ahora se convertía en leyenda para la historia de la civilización humana. No lo podíamos creer que ese acontecimiento tan importante se diera justo en nuestra visita, pues acabábamos de experimentar una ciudad en donde las personas se encuentran aún en las plazas y parques públicos para hablar de la historia de la ciudad, de tantas cosas y de un Fidel con vida. Seguramente su partida traerá transformaciones a la isla, pues como toda sociedad, la cubana está expuesta a las incertidumbres del tiempo y del cambio social. Una experiencia única, maravillosa y encantadora que quedará en la mente de Luis y en la mía como marca imborrable por el resto de nuestras vidas.

Pensamos volver una y otra vez. Las veces que se pueda lo haremos. 
¡Qué hermoso país es Cuba!