EL
PATIO DE MI CASA, ERA UN MARAVILLOSO MICROCOSMOS
Por
Hernando
Uribe Castro
Doctor en Ciencias Ambientales
El patio de mi casa era todo un
micro-ecosistema, un mundo maravilloso, un lugar que despertaba la fantasía, la
creatividad y la aventura. Era un pequeño espacio (aproximadamente 73,5 metros
cuadrados) que ocupaba la mitad de la casa, pero para mí -que era todavía un
niño-, transitarlo era como adentrarme en una profunda e impenetrable jungla. Cada
día encontraba algo nuevo, algo sorprendente. Todos sus elementos despertaban
las más increíbles y maravillosas historias que podría crear en mi imaginación.
Había en este lugar en todo su
centro dos gigantes árboles, uno de ellos era un guayabo al que me gustaba
trepar y comer su fruta sin importarme si tenían gusanos, y otro árbol de cuyo
fruto mis tías hacían el mate -que se usaba como vasija para empacar el dulce
de manjar-blanco, receta propia de esta región. Rodeados estaban estos árboles
con los rosales espinosos y las plantas de flores de pétalos con colores rosados
y blancos. Revoloteaban entre ellas las mariposas de hermosos colores, las
abejas, las avispas y los abejorros, y unos bichos brillantes que no sabría
decir qué eran. Era común en casa tener las colmenas que colgaban en alguna
parte.
Evoco entonces muy bien y
claramente en mi memoria, los rosales, la fruta de pitahaya, las guayabas y las
flores. La cocina de leña de mamá con sus ollas adornadas de tizne. Por las
mañanas era cotidiano despertar con el canto y melodía de las aves y las
palomas. Un gallo que canta en alguna casa vecina. En las tardes, después de la
escuela, recuerdo estar acostado sobre la tierra jugando bajo la sombra y la frescura
que producían sus frondosas ramas, así como también viene a mi mente el hecho
de que me gustaba observar a los gusanos de cerca y a las abejas, libélulas y avispas
desde lejos. A veces me topaba con sapos, ratones, babosas y lombrices de
tierra. Ver el comportamiento de las hormigas y lagartijas era todo un
entretenimiento.
En la noche podía ver volar a los murciélagos
y las luciérnagas, así como escuchar el croar de las ranas y sapos que paseaban
por la casa dando saltos sin miedo. Hasta este patio que era mi jungla, llegaba
a veces el olor del paso de las vacas que pastaban en zonas abiertas muy cerca
de la casa y podía ver el azul profundo del firmamento cuando entretenido veía
pasar las nubes para encontrarles formas y figuras o los aviones que en la
altura se veían como aves gigantes. Había tanta belleza, tanta vida, que se podía
sentir la buena vibra de la naturaleza en este pequeño rincón del mundo.
Un día, alguien convenció a mis
padres que tener este "monte" en la propiedad era síntomas de
pobreza. Que se podía hacer un mejor uso de este inmenso solar, como por
ejemplo ampliar la vivienda. Que había que ir hacia el desarrollo y el progreso
con el cemento y el ladrillo. Que había que construir cada centímetro de la
propiedad. Y convencidos, mis padres así lo hicieron.
Primero, cortaron los árboles;
luego, arrancaron los rosales; después, se desyerbó cada centímetro del lugar. Se
hicieron unos hoyos gigantes y se rellenaron de mezcla con cemento. Poco a poco
y con el transcurrir de los años se construyeron columnas, se levantaron
paredes, se puso la plancha como techo y se echó cemento y baldosas a todo el
piso. De pronto todo quedó construido. Los fantasmas que habitaban este inmenso
solar quedaron desubicados, ese ya no era su hogar. Como protesta, se dejan ver
de vez en cuando.
Hoy, es un espacio frío, oscuro y
gris, sus cuartos se alumbran incluso en el día con luz artificial y se siente
la pesadez de la humedad. Nada quedó de este maravilloso mundo. Igual sucedió
con las casas vecinas y con todo el barrio, pues desaparecieron las abejas y ya
no volví a ver las luciérnagas. Las vacas dejaron de pasar y pastar, su aroma
ya no se siente. Las aves ya no cantan, ya no se escuchan los gallos. El firmamento
ya no se puede ver. El progreso llegó junto con la tristeza a este lugar.
De hecho, poco queda de lo que fue
éste maravilloso lugar en las memorias de quienes los habitan hoy en día. Se han perdido
por los afanes del día y por el inmisericorde y natural proceso de vejez de sus
habitantes.