Prácticas de corrupción
Por:
Hernando Uribe Castro
Doctor en Ciencias Ambientales
La corrupción se expresa hoy como principio
orientador en los sectores políticos que tienen a su cargo ese microcosmos social
que es la administración del Estado, y en el que los agentes que actúan y lo
dinamizan, lo hacen bajo las argucias del principio “Democrático”.
Como práctica, la corrupción y sus
diferentes repertorios se extiende en todos los niveles de la administración local,
regional y nacional, acompañada de actos
ilegales que se hacen pasar por “legales”, y en casos extremos, de hechos
criminales que se legitiman con discursos nacionalista: “todo es por el bien
del país”.
Día a día, surgen denuncias
ciudadanas que ponen en evidencia estos actos de crueldad, suciedad política y
criminalidad. Florecen nuevos casos de corrupción -que se suman a los ya
existentes en las diferentes esferas de la institucionalidad-. Pueden ser
acciones de corrupción individual (por ejemplo, actos de corrupción de agentes
de gobierno), o grupal (redes de autoridades), e incluso, pueden ocurrir en aquellos
espacios que se suponen, fueron construidos institucionalmente para el control y
la vigilancia del manejo público, como sucedió en un país latinoamericano
No basta con el asombro para percibir que cada nuevo hallazgo de corrupción parece superar
en gravedad los casos anteriores. Los costos económicos, sociales, políticos -y
sobre todo éticos-, de los estragos de la corrupción son muy altos para una
sociedad considerada como una de las más ignorantes, inequitativas y desiguales
del mundo. A pesar de ser tan grandes y
visibles para todos, con regularidad, son los medios internacionales los que dan
a conocer estos asuntos mucho más de lo que lo hacen los medios nacionales. Y si por alguna razón, los casos son presentados por los medios nacionales, estos tienden a banalizarlos y restarles toda la importancia mediante la manipulación mediática.
La dificultad con la corrupción es
que no solo se profundiza por el actuar de los agentes de Estado y de todas sus redes que se entretejen, sino también
por todos aquellos sectores de ciudadanos que admiten, sin discusión alguna, la
idea de que las prácticas corruptas son un mecanismo “necesario” para el buen y
efectivo funcionamiento del Estado. Sectores que toleran y legitiman acciones
corruptas.
Ciudadanos que ofrecen su voto y eligen
a “políticos” que son cuestionados éticamente y jurídicamente por su pasado,
por los grupos a los que pertenecen y se adscriben, o por las personas de quienes
se rodean y que los acompañan en los mandos del gobierno. Incluso, algunos
sectores de la sociedad perciben a estos agentes embriagados de corrupción, como
excelentes ejemplos de éxito: audaces, vivos y creativos. Es frecuente escuchar
expresiones como: “No importa que robe un poco con tal que haga algo por el país”.
La corrupción al estar presente en ese
microcosmo social que es el campo de la administración del Estado se fortalece cuando,
por ejemplo: a) existen múltiples escalas de decisión y burocracia
institucional; b) donde es tan amplia, grande y marcada la fragmentación del
Estado, que no existen medios de control para poder intervenir en cada uno de
los rincones del entramado institucional; c) donde existe hacinamiento de personal en las
oficinas del Estado como agentes y/o delegados; c) donde existe poco control institucional
y dificultades para llevar a cabo las respectivas veedurías ciudadanas frente
al gasto público y los recursos económicos; d) y donde hacer una denuncia ante
las instituciones del control o ante la justicia puede producir un alto riesgo para la vida de
quien hace la denuncia.
Estos son sólo algunos aspectos que
caracterizan esa “magia social” que es la corrupción institucional y que se impone
como si fuera una verdad, una ley social, siempre manifiesta y necesaria. Y es aún
más riesgoso, cuando un grupo criminal disfrazado de partido político usa
todo tipo de armas -incluyendo las armas de corrupción- para instalarse en el
poder absoluto de la institucionalidad del Estado. Esto es, sin duda alguna, un gran peligro
para el interés público y la sociedad.
No es extraño entonces que algunos
agentes “naturalizan” estas prácticas corruptas para justificar sus acciones como si vinieran integrada al gen
humano. Desconocen que éstas son enseñadas, aprendidas y replicadas
socialmente. Saben a quién incluir y a quién excluir, diseñan tetras, usan un
lenguaje y demarcan las relaciones de fuerza y los principios de división.
Quién es comprable y quién no. No permiten intromisión alguna de alguien que
desee transformar o desenmascarar. Tratan de controlar los medios, la justicia
y las instituciones. Confrontan a muerte a sus detractores u opositores. Conocen
muy bien su clientela.
La corrupción, por tanto, no es un “algo” esencialista
de la vida (en el sentido biológico) del ser humano, sino un proceso construido
social y culturalmente que está ligado al campo del poder y de la
administración del Estado y de la necesidad de quienes lo ejercen para acceder
a bienes económicos y materiales para su propio beneficio o el de su grupo más cercano.
Esto induce a una profunda revisión no solo del Estado sino de quiénes hacen el
Estado y de quienes lo administran tras bastidores.
La corrupción como práctica
política institucionalizada se ha convertido en una limitante y en uno de los
más graves problemas para la distribución y el accionar de la justicia y la
recomposición del tejido social humano. En un problema de tamaño mayor que se trata
de ocultar mostrándolo al ojo ciudadano,
mientras las instituciones y la economía familiar vienen desangrándose a montón
por las redes de grupos especializados en desfalcar la sociedad. Grupos que, enmascarados
bajo el disfraz de lo “Democrático” y del “Bien Común”, en verdad pueden considerarse como
organizaciones delincuenciales.
Son los grupos sociales más
desfavorecidos, marginales y excluidos los que enfrentan las consecuencias de
este atraco, esta violencia y esta represión que a veces se impone como acto
legal. La eficacia en el ejercicio de la corrupción tiene que ver con la
eficacia del “atolondramiento” que se le produce a los individuos de la
sociedad con el esparcimiento de la mentira; con la reproducción del miedo; con
la difusión de la violencia y el crimen; con el creciente espejismo del control
social mediante decretos y normas hasta para poder respirar; y con la cantidad
de impuestos de altos costos con los cuales se amenaza con poner la soga en el
cuello de cada individuo.
Frente a ello, no queda más respuesta que
respuestas socialmente fortalecidas y poderosas cuyas bases reposan en la
acción y la movilización de la sociedad civil, las organizaciones sociales
(mujeres, lgbti, ambientalistas, comunitarias, juventud, indígenas, afrodescendientes, estudiantes, entre
otros) que exigen un cambio estructural. La sociedad civil urge despojarse de
su ceguera colectiva, para cumplir y ejercer un papel más destacado,
preponderante en la demanda, la exigencia y el juicio (que llegue a todos los
niveles hasta tocar los escenarios jurídicos).
Participar en procesos de re-educación,
incitar hacia una cultura política y participativa del ciudadano, es clave para
que se fortalezca esa transformación del entendimiento y la comprensión: cero tolerancias
a la corrupción. Más pensamiento crítico, reflexivo y aporte académico-intelectual
capaces de discutir y proponer colectivamente acciones que contribuyan a
construir unas renovadas acciones de hacer política.
La corrupción no solo produce la pérdida de bienes y de capitales económicos, sino que reproduce la violencia, la muerte y la crisis
de los principios éticos. La sociedad civil tendría que comprender que la
corrupción no es solo un fenómeno interno, sino que es una actividad que se
practica también en las redes de la dinámica de la economía-mundo capitalista,
que es el principal motor que condiciona la sociedad, el Estado y, por
supuesto, el Mercado.